La maldición de Gustavo Díaz Ordaz

Autodenominados anarquistas, enfrentándose
a la fuerza pública en el Distrito Federal
Gubidxa Guerrero

[Texto publicado en Enfoque Diario el jueves 03/Oct/2013]

1968 fue un año crucial en el mundo. En Francia, Checoslovaquia, Hungría, Estados Unidos, México, e incontables países, se sucedían movimientos juveniles. Si los años sesentas fueron enteramente de los chavos, 1968 representa el pináculo de toda esa generación.

Lo que empezó como un hecho fortuito, desencadenó una de las protestas más singulares de las que se tenga memoria en nuestro país. Despachaba en Palacio Nacional Gustavo Díaz Ordaz, y México se aprestaba a dar la bienvenida a las delegaciones deportivas de decenas de naciones. En 1968 el Distrito Federal sería sede de los Juegos Olímpicos. 

El Che comenzaba a ponerse de moda. La Revolución Cubana era faro para miles de muchachos idealistas que veían en Fidel Castro el prototipo del líder popular: joven y temerario. Pero el mundo estaba dividido en dos grandes bloques imperialistas que buscaban arrastrar a las demás naciones tras de sí: los EE.UU y la URSS. 

En aquellos años América Latina estaba lejos de la incipiente integración que ahora vive. El fantasma del comunismo acechaba a varios gobiernos que no querían repetir el escenario cubano.

La historia del 2 de octubre es de sobra conocida. El Ejército y algunos grupos paramilitares desarticularon de tajo la movilización estudiantil en la Ciudad de México. Hubo, cuando menos, tres decenas de muertes entre los estudiantes. Pero hubo también algunos militares asesinados, cuyos nombres parecen olvidarse. El responsable del hecho, como no se cansó de repetir, fue Gustavo Díaz Ordaz, Presidente de la República.

Posteriormente, algunas personas vieron cerrada la vía institucional para acceder al poder. México supo de grupos guerrilleros como los de Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, en el Estado de Guerrero.

Pero, ¿por qué el diazordacismo tendría que ser una maldición? Porque gracias al estigma de “represión”, ningún gobierno se atreve a poner orden, por el temor infundado de ser comparado con el de aquel mandatario.

Ni caos ni dictadura. Las sociedades sanas deben buscar un equilibrio entre la libre manifestación de las ideas y los desmanes. Porque no es lo mismo ejercer el derecho de manifestarse, que violar impunemente, con ese pretexto, las prerrogativas del pueblo. 

El primer paso para acabar con los malos gobiernos es la civilidad. Porque el vandalismo sólo nos iguala a quienes hace 45 años abusaron de la violencia.